Résumé
La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.
Porque Lucy ya le había hecho todo el trabajo. Las puertas serían sacadas de sus goznes; los hombres de Rumpelmayer iban a venir. Y entonces, pensó Clarissa Dalloway, ¡qué mañana! -fresca como si fuesen a repartirla a unos niños en la playa. ¡Qué deleite! ¡Qué zambullida! Porque eso era lo que siempre había sentido cuando, con un leve chirrido de goznes, que todavía ahora seguía oyendo, había abierto de golpe las puertaventanas y se había zambullido en el aire libre de Bourton. Qué fresco, qué tranquilo, más que ahora desde luego, estaba el aire en las primeras horas de la mañana; como el aleteo de una ola, el beso de una ola, frío y cortante y sin embargo (para los dieciocho años que tenía entonces), solemne, sintiendo, como sentía allí de pie en la ventana abierta, que algo terrible estaba a punto de suceder; mientras miraba las flores, los árboles, el humo escapando entre su fronda, y a los grajos volando arriba y abajo; de pie y mirando hasta que Peter Walsh dijo: «¿Mirando a las musarañas?» -¿eso dijo?-. «Prefiero a los hombres antes que las musarañas» -¿eso dijo? Debió decirlo en el desayuno cuando ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Volvería de la India un día de éstos, en junio o julio, había olvidado cuándo, pues sus cartas eran terriblemente pesadas; eran sus dichos lo que una recordaba; sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, su mal genio y, una vez que miles de cosas se habían disipado completamente -¡qué cosa tan extraña!- unos cuantos dichos como éste, sobre las musarañas. Se irguió un poco sobre el bordillo esperando que pasara el camión de Durtnall. Una mujer encantadora, pensó Scrope Purvis (que la conocía como uno conoce a los vecinos de Westminster); tenía el no sé qué de un pajarillo, del arrendajo, verde azulado, ligera, vivaracha, aunque tenía cincuenta años cumplidos, y muy pálida desde su enfermedad. Ahí estaba ella encaramada, sin verlo, esperando a cruzar, bien erguida.